My father loved shortcuts.
He tried to discover a new one
every time he picked me up from school.
Usually, I rode the bus
that joined Alba and Ebro —
ten kilometers of narrow road,
always packed. Often, we spent
an hour in the jam, the driver
swearing in a low voice.
His name was el tío Tralla.
He was big and bald. I always sat
in the first row, by his side.
I always had, since the first week —
since Adrián and his minions
had discovered that bullying the alien kid
was good sport. El tío Tralla
solved the situation with a single stroke
of his huge hand. Then he pointed
to a vacant seat by his side.
It was a good deal. I was the first to descend,
and el tío Tralla made sure
that Adrián’s bunch were the last. So I had
plenty of a head start — about a kilometre
from the bus stop to the safety of school,
which I ran at the speed of light.
The way back was more complicated —
plenty of spots to ambush me. Sometimes,
I got away with just a few cuffs,
but now and then Adrián had a bad day.
Back home,
Mom would ask about the blue marks,
and I would pretend not to hear. Mom was furious.
She said Dad had to do something about it.
Dad would ask, Does it hurt, son?
I’d say, Not much.
He’d pat my shoulder and look out the window.
Next day, he’d show up to fetch me.
My class was on the first floor,
and I could see through the window
his old Citroën parked in front of the building.
Often he waited a long time,
reading the book he always carried in his pocket.
When I ran to him, he always declared it was late.
Mom would be waiting for us — we had to hurry,
and better avoid the crowded road.
So every day he tried a different shortcut.
True, no traffic —
not a soul roaming the narrow paths he chose —
but the shortcut was so twisted
the car couldn’t pass through the reeds. Then,
Dad would propose we walk a little.
One day, we found a fox sneaking through the grass.
Another, we saw flying fish jumping in the river.
We never saved a minute.
Dad’s shortcuts were as long as a summer afternoon —
those long summers with no class, no bus, and no bullies.
Those long summers when we returned to our city —
the one we had to leave, the one we once belonged to —
except that every year, we belonged a little less.
Strangers everywhere,
as always happens with the children of a sailor.
Dad’s shortcuts were so complicated
we always got lost.
Then he’d produce a sandwich and a Coke,
said a good explorer must always carry food and water.
Utterly lost as he claimed to be,
he always found a sunny spot
to eat our picnic.
It took us forever to get home,
but Mom didn’t seem especially anxious.
I knew — because she was singing,
And she never sang when I rode the bus.
Still, she would look at the clock
and say, How come you’re so late?
And I’d say, Daddy tried yet another shortcut,
and she’d smile and say, I wonder if he’ll ever learn.
Atajos
A mi padre le encantaban los atajos.
Intentaba descubrir uno nuevo
cada vez que venía a buscarme al colegio.
Normalmente, iba en el autobús
que unía Alba y Ebro —
diez kilómetros de carretera estrecha,
siempre atestada. A menudo pasábamos
una hora en el atasco, el conductor
maldiciendo en voz baja.
Se llamaba el tío Tralla.
Era grande y calvo. Yo siempre me sentaba
en la primera fila, a su lado.
Así había sido, desde la primera semana —
desde que Adrián y sus secuaces
descubrieron que acosar al chico extranjero
era un excelente pasatiempo. El tío Tralla
resolvió la situación de un solo manotazo,
luego señaló un asiento libre a su lado.
Estaba bien pensado. Yo era el primero en bajar,
y el tío Tralla se aseguraba
de que el grupo de Adrián fuese el último. Así que tenía
una buena ventaja — como un kilómetro
desde la parada del bus, hasta la seguridad del colegio,
que recorría a la velocidad de la luz.
La vuelta era más complicada —
había muchos sitios donde emboscarme. A veces,
me libraba con solo unos cuantos pescozones,
pero de vez en cuando, Adrián tenía un mal día.
En casa,
mamá preguntaba por los moratones,
y yo fingía no oírla. Mamá se enfadaba mucho.
Decía que papá tenía que hacer algo al respecto.
Él preguntaba, ¿te duele, hijo?
yo contestaba, No mucho.
Me daba una palmada en el hombro y miraba por la ventana.
Al día siguiente, venía a buscarme,
mi clase estaba en el primer piso,
y desde la ventana podía ver
su viejo Citroën aparcado frente al edificio.
A veces me esperaba mucho tiempo,
leyendo el libro que siempre llevaba en el bolsillo.
Cuando corría hacia él, siempre decía que era tarde.
Mamá nos estará esperando — tenemos que darnos prisa,
y mejor evitar la carretera congestionada.
Así que cada día intentaba un atajo diferente.
Es cierto, no había tráfico —
ni un alma en los caminos estrechos que elegía —
pero el atajo era tan enrevesado
que el coche no podía pasar entre los cañaverales. Entonces,
papá proponía que camináramos un poco.
Un día encontramos un zorro escabulléndose entre la hierba.
Otro, vimos peces voladores saltando en el río.
Nunca ahorrábamos un solo minuto.
Los atajos de mi padre eran tan largos como una tarde de verano —
esos largos veranos sin clases, sin bus y sin abusones.
Esos largos veranos en que volvíamos a nuestra ciudad —
la que habíamos tenido que dejar, la que una vez fue nuestra —
salvo que cada año lo era un poco menos.
Extraños en todas partes,
como siempre ocurre con los hijos de un marino.
Los atajos de mi padre eran tan complicados
que siempre nos perdíamos.
Entonces sacaba un bocadillo y una Coca-Cola,
y decía que un buen explorador siempre lleva comida y agua.
Tan perdido como decía estar,
siempre encontraba un claro soleado
para hacer nuestro picnic.
Tardábamos una eternidad en volver a casa,
pero mamá no parecía especialmente preocupada.
Yo lo sabía, porque la oía cantar,
y ella nunca cantaba si volvía en el autobús.
Aun así, miraba el reloj
y decía, ¿Cómo es que llegáis tan tarde?
Y yo decía, Papá intentó otro atajo,
y ella decía, Me pregrunto si aprenderá algún día.